«SOY YO. SOY LOLA», canta aquella delgada, evasiva y sensual Anouk Aimée en el clásico de la ternura, el dolor sin sangre y la melancolía de los amores no correspondidos o frustrados. «Lola» (1961), la bella película, suavemente conmovedora de Jacques Demy en Nantes, la ciudad costera de los juegos y casinos. Inolvidable el personaje y el baile de Lola (Aimée) en el club en que trabaja para mantener a su hijo mientras sostiene encuentros fugaces con el entrañable Frankie, el marinero rubio estadounidense compuesto desde la dulzura de un Gene Kelly en «Un americano en París». Al final Lola es recobrada por Michel, el hombre de su vida que ha emigrado a Estados Unidos para hacer fortuna y tras siete años se presenta a buscarla con su convertible blanco y largo como bote de cola. En tanto, otro amor paralelo, frustrado, con Roland, amigo de la infancia atildado y de traje y corbata, será dejado por Lola, encariñado con él pero sin amor. A su vez, en este relato entrecruzado de los pequeños y grandes padeceres del amor, la escena difícil de olvidar del joven marinero Frankie, rubio como un ángel, que lleva a la calesita a la adolescente Cécile y al bajar se despide de ella para regresar con su barco a Chicago, todo con una ingenuidad que tiene mucho que ver con las fantasías de «liberación» que a principios de los años 60 aún reverberaban en el imaginario popular francés como residual redivivo y entrañable de la liberación de París de la ocupación nazi por las tropas aliadas.

Modelo: LOLA HUNKELER
Imagen compuesta por AMILCAR MORETTI en mayo del 2020. BUENOS AIRES-La Plata.


FRANKIE Y CÉCILE ADOLESCENTE
SALVACIÓN MELANCÓLICA DE LOLA POR EL AMOR