«PARA LAS MUJERES SOS BUEN TIPO
SI NO LES PEDÍS TENER SEXO Y SOS
MAL TIPO SI LE DECÍS DE IR A LA CAMA»
(reflexión popular escuchada con frecuencia por el autor)
PONCHO SÁNCHEZ EN «MORNING» (Latin Jazz) ME RECOPA
Friends with Benefits
«Amigos con derecho a roce» («Friends with Benefits» -amigos con beneficios-, según los norteamericanos) es un concepto frase que surge por aquí en esos términos en el 2010 cuando se estrenó «Amigos con derechos», una comedia que comienza con un planteo de cierto desparpajo emancipador y de modo gradual cae en lo convencional. Ashton Kutcher, el ex de Demi Moore, pibe con apostura pero medio madera para la dramática, y la cada vez más bonita Natalie Portman (nada del otro mundo, pero bonita) son amigos de siempre en la ficción. Tienen un acuerdo: tener sexo cómodo y sin compromisos afectivos (salvo los de la amistad y la lealtad de palabra y principios, no de genitalidad) y mucho menos con complicaciones emocionales.
El tema en esta cuestión de «si puede haber o no haber (buen) sexo entre amigos» tampoco parece tener una respuesta muy precisa en la película, aunque aparenta que sí. Ellos, Portman y Kutcher, al final «formalizan» su relación de amigos-amantes. Es una respuesta, una resolución, pero no la única ni necesaria. Es verdad que la sexualidad en contacto íntimo de genitalidad, en caricia cómoda y arrulladora de cuerpos piel a piel, genera una afectividad especial, aunque no siempre definitiva por necesidad, ni intrincada, ni celosa. Besar, acariciar, estar dentro cobijadoo amarrada es un arte difícil de aprender.
Es decir que puede darse el entendimiento de dos buenos amigos que se saben leales y confiables y deciden esas convivencias ocasionales amatorias de lecho que, en los mejores momentos, suelen ser aliviadores de espíritu. No hay como el calor de una pierna. La confianza, el conocimiento mutuo. El escuchar al otro. Ser escuchado por el otro. Prolongar los implícitos, los guiños y los sobreentendidos más allá de las charlas en el trabajo con un compañero/a/@ o una vieja y buena relación, es casi una suerte. Un regalo que no abunda. Para muchos es como el descanso; no la descarga fisiológica, que es otra cosa, sino como el sentir que el otro/a/@ están allí para dar y ganar compañía cálida. La calidez es suave como fragancia. Es como el amor. Lo más parecido al amor. Está en sus bordes. Un amor debe tener dolor y ser sufrido, por momentos, para ser amor. Cierto también. Pero esa comodidad de la amistad haciendo en común en la cama con el ajuste de los cuerpos que pocos logran, en comodidad (no como confort utilitario) como acople sereno sin tensiones, ¡Epa! ¡Ahí debe haber algo! Que después derive en otro estado afectivo, es otro asunto. Lo peor, en todo caso, es que para uno/a/@ se convierta en amor e imponga sus exigencias y reclamos y para el otro/a/@, no.
UN CUENTO
(pura ficción, para acabar de una vez por todas con el mismo cuento)
Por AMÍLCAR MORETTI
Recién pensaba en una chica que había convivido con una madre seductora y subestimadora del padre. Lo seducía y lo rechazaba, una cosa detrás de la otra, en repetición, para goce de ella y dolor-goce del padre. Esa chica quería a su padre y se condolía por él. Sentía que su padre no merecía el trato que le propinaba la madre. Pero a la vez esa chica quería a su madre y reconocía sus cualidades (que las tenía, como ser mujer independiente, por ejemplo). Esa chica se prometió no ser como la madre, pero como a su vez la quería y había aprendido junto a su madre, no podía dejar de repetir la conducta de la madre: seducción-rechazo. En el fondo, la chica también subestimaba al padre, o ese padre le daba bronca porque no había puesto “en su lugar” a esa mujer, para que fuese una madre que «acabara», bien «acabara» cada vínculo con el padre, y a su vez hiciese «acabar» al padre, para que estuviera y se sintiese completo. Cuando uno «acaba» bien se siente completo. Para sentirse completo hay que «acabar» lo que se hace. ¿Se entiende? La chica, en cambio, se daba cuenta que no «acababa» con los hombres (el padre): no podía dejar de seducirlos, ni siquiera se daba cuenta que los seducía. Pero después se encontraba con que no podía hacerlos «acabar». Por eso se vinculaba, “amorosamente”, con otras chicas. Ella, la chica no podía acabar ningún proyecto o algo en común con los hombres. O no se sentía segura, bien dentro suyo, de hacerlos acabar. Para acabar algo hay que tener bien asumido que a uno le gusta y goza haciendo acabar al otro, con el otro bien (todo lo del otro) metido dentro de uno y llegar al final, uno en el otro.
Sabrás disculpar mi lenguaje «metafórico», como tú me has reprochado, y no un lenguaje de telegrama. Pero un telegrama no dice lo esencial. Es corto, interrumpido, no preciso. Un telegrama tiene lenguaje «inacabado». Lenguaje que «no acaba». En cambio el lenguaje metáforico o simbólico intenta llegar -y a veces lo logra-, desea nombrar las cosas por su nombre exacto, y -si lo logra- ahí es donde «acaba». Cuando el lenguaje acaba con algo, acaba algo y comienza algo nuevo, ya completo y satisfecho para el nuevo desafío. Lo no acabado, no acabar, no satisface, te deja siempre insatisfecho. Es como una paja, una masturbación. Te afloja pero no acabás con lo que tenés en mente.
Mi querida, yo pienso que esa chica que te cuento no podrá acabar lo que se ha propuesto con el cuerpo (y con el cuerpo del otro) hasta que no acabe su interna irresuelta.
No te pierdas ni te escapes. Vos no sos como el avestruz, que cuando se cansa de huir pone cabeza escondida en el hoyo con el culo para arriba. ¿No? ¿No es cierto, no?
Mayo 2012. Argentina. La Plata (a 60 kms. de Buenos Aires)
¡OHHOOOO, MONGO, VÁMONOS PA’L MONTE, PARA GOZAR TRANQUILO!» . «BÉSAME MAMÁ». PONCHO SÁNCHEZ